EL HOSTAL MÁS ECONÓMICO DE MADRID
[Reportaje en El País de 21.11.23]
[Texto Fernando Peinado]
La ruta es bien conocida por muchos inmigrantes en España: desciendes del avión en Barajas, cruzas los dedos para que la policía no te ponga problemas, sales con tu equipaje en busca del Metro y te bajas a cinco paradas, caminas 300 metros por las calles tranquilas de un barrio periférico y ahí está, tu primer alojamiento en Madrid, el escenario donde comienza la gran aventura, Hostel Nápoles.
Lo conocen por el boca a boca o por buscadores de alojamiento. Todo el mundo lo dice. Nápoles es la opción más barata en la capital por unos precios que suelen rondar los 10-15 euros de lunes a jueves y los 30-50 euros los fines de semana. Es un sitio austero con 12 habitaciones repartidas en tres plantas y tres salas comunes, sin decoración en las paredes ni televisión. “¿Sabes que vas a dormir en una habitación con 15, 20 personas o más?”, es lo primero que advierte el recepcionista a un interesado. “Esto es muy básico”.
Por no tener, Hostel Nápoles no tiene ni camas. Los huéspedes duermen sobre colchones inflables instalados en literas. Tampoco disfrutan de privacidad alguna. Las duchas carecen de pestillo y no existen casilleros para guardar las pertenencias más valiosas. El recepcionista ofrece depositarlas en el cuarto de lavadoras, que cierra bajo llave. La cocina es autogestionada. Los inquilinos compran su comida en un Día cercano y guardan su turno hasta que queda libre una pequeña estufa o un microondas.
La mayoría de la gente sabe lo que va a encontrar porque en internet pueden leer cientos de comentarios advirtiendo del escaso confort o el riesgo de robos (”Le doy una estrella porque no le puedo dar cero”). Pero aún así, Nápoles estaba casi lleno la semana pasada. A pesar de todas sus carencias, tiene lo imprescindible para dar sus primeros pasitos en España: un techo.
Alejandra Castillo, de 16 años, comparte una habitación de 26 colchones en litera con su tía, su abuela y otras muchas desconocidas, en el sótano del edificio. Llegaron hace un mes desde El Salvador y esperan hasta final de noviembre para mudarse a una habitación de un piso. La adolescente podrá así empadronarse y solicitar plaza en un instituto para retomar los estudios.
Cuando ya ha oscurecido, las tres mujeres vuelven al hostal donde no encuentran mucho que hacer. La abuela Zoraida, de 58 años, se marcha al dormitorio colectivo mientras Alejandra y su tía Carla, que tiene 21 años y es como una hermana para ella, tratan de matar el tiempo en una de las dos salas comunes. Pasan la tarde mirando sus móviles, sentadas en torno a una mesa sin ornamento alguno. La luz de la estancia se apaga cada 10 segundos hasta que levantan un brazo para activar los sensores de movimiento. El mecanismo parece diseñado para agotar la paciencia y mandar a los huéspedes a otro lugar.
Ellas evitan el dormitorio porque les deprime y solo entran a la hora de dormir, aunque es difícil conciliar el sueño en una sala que parece un barracón militar. Les molestan el mal olor, los ronquidos y la falta de respeto de algunas inquilinas que hablan hasta altas horas de la madrugada con sus familiares en sus países de origen. A estas alturas de la tarde, cuando ya ha amanecido en América, ya han comenzado las videollamadas. Las dos jóvenes tienen una mirada triste y están deseando que les entreguen las llaves del piso para salir de este ambiente. “Yo he escuchado ahí en la habitación que algunas hasta su cuerpo venden”, dice Carla, la tía de Alejandra.
La tía Carla ya conoce Madrid porque vivió ocho meses en 2021, cuando trabajó de niñera. Volvió a El Salvador para recoger a su sobrina y a su madre, quien, harta de la extorsión de los delincuentes, cerró hace dos años su pupusería, un establecimiento donde vendía tortas de maíz. Dicen que la seguridad ha mejorado en el país, pero han decidido emprender una nueva vida en un país más próspero.
La adolescente Alejandra nunca había salido al extranjero y está fascinada por lo ordenado y seguro que es Madrid. Le ha impresionado ver por Gran Vía a grupitos de chicos de su edad disfrutando sin miedo a ser baleados o raptados, o que los conductores circulan con precaución y se detienen en los pasos de cebra para que pasen los peatones, o que pueden comprar carne y fruta a la mitad de precio que en su país. Quiere terminar aquí el año que le queda para finalizar secundaria, llegar a la universidad y conseguir su meta: “Ser piloto de avión es mi sueño”.
No hay mucho que hacer en los alrededores del Nápoles. El entorno, en el barrio de Canillas, es un popurrí de pisos modestos y chalés caros, con poco comercio. El hostal abrió aquí después de lo peor de la pandemia, en el local donde tenían su sede los peregrinos de la Hermandad de la Virgen del Rocío en Madrid. La dueña, Liu Dongfei, controla otros hostales en la capital. En esos otros hospedajes, los estándares (y los precios) son ligeramente más elevados, según los inquilinos del Nápoles. Sin embargo, uno de los negocios de esa empresaria fue clausurado en 2021 después de una plaga de chinches. La Comunidad de Madrid dice a través de una portavoz que recientemente ha inspeccionado el Nápoles y aún están pendientes de la resolución.
Esta noche, un grupo ruidoso de españoles brinda con cervezas en el bar de Juan, el negocio que colinda con el Nápoles. Nadie presta atención al noticiero nocturno de Telemadrid donde hablan sobre la investidura de Pedro Sánchez. Ningún inquilino del Nápoles entra al bar, salvo uno. Abraham Abed. Con su gabardina y zapatos relucientes, este palestino de 65 años es la persona más elegante del hostal. Tomando un café con leche sobre la barra, explica que reside ahí desde agosto. Vino desde Jordania para someterse a una cirugía y se quedó primero en un hotel céntrico, pero como el procedimiento se ha retrasado, tuvo que buscar un alojamiento asequible.
Los primeros días en el hostal los pasó asustado de los jóvenes con los que compartía residencia. Él también había sido emigrante en España, en los setenta, pero no podía identificarse con ellos porque su experiencia migratoria fue muy distinta. Él había llegado a España con recursos para financiar sus estudios de medicina; ellos han venido sin apenas medios, buscando una fortuna incierta.
Su opinión sobre ellos cambió cuando empezó a conocerlos y descubrió “la heroicidad” de sus historias. “Los ves callados, un poco tímidos o rudos, pero cuando hablas con ellos se les cae la máscara”, dice Abed. “Descubres el sacrificio enorme que están haciendo”.
¿Quedarse o regresar?
Dentro del Nápoles, los jóvenes pasan las horas posteriores a la cena en sus dormitorios (algunos mixtos y otros divididos por género) o en las tres salas comunes. Uno de estos espacios es un rellano con un par de sofás y sillas donde se concentran algunos noctámbulos. Un venezolano explica en un inglés muy competente a unos gambianos que llegó a España hace solo cinco días, escapando de la ruina a la que han conducido a su país unos políticos corruptos, pero se queda trabado porque no encuentra la palabra para describir la malversación de fondos.
—Embezzlement, it’s called embezzlement, deduce el gambiano.
—Yes! That’s the word.
Un senegalés muestra a unos latinos un vídeo de TikTok donde aparece él poco antes de emprender su viaje a las Canarias. Se le ve cantando sonriente en una pequeña barca donde ha pescado un enorme pez espada.
Alejandra discute con otro subsahariano sobre uno de los debates que divide a la humanidad.
—Cristiano, dice ella.
—Messi, responde él.
—¡Cristianoooo!
—No, ¡Messiiii!
Así, llega la medianoche y empieza la lenta retirada a los dormitorios. Para dormir, deben combatir el intenso olor a pies, el concierto de ronquidos y la luz del pasillo, que golpea en la cara cada vez que alguien abre la puerta. Dicen que después de unos días uno se acostumbra.
Los primeros despiertan poco después de las 5.00. El venezolano Carlos Acero y el colombiano Heiler Roa quieren coger el primer metro de la mañana para llegar a Plaza Elíptica. Allí, como ha pasado desde hace tiempo, se recluta a inmigrantes sin documentos.
Pero a la hora del almuerzo, ambos regresan al hostal con hambre y cara de derrota. “Cada vez que llega un man con un carro se le echan 30 encima”, se queja Roa en la cocina. Llevan días caminando, preguntando aquí y allá, pero es difícil conseguir trabajo sin papeles.
Llega un momento en que cunde la desesperación, dice Acero, de 29 años, mientras prepara unos espagueti. Viste una camiseta donde ha estampado fotos de él con sus dos hijos y el mensaje “Gracias papá. Te amo”. En dos semanas que lleva en Madrid solo ha trabajado un día, como peón de obra por 40 euros que aún no ha cobrado. La buena noticia de que iba a trabajar la recibió el miércoles por la mañana en una iglesia de Lavapiés adonde acudió para apuntarse a la bolsa de empleo. Allí sonó su teléfono preguntando si estaba disponible. “Llegué de una”, dice para explicar que se marchó volando. “Va uno así alegre”.
Pero hoy no ha trabajado y ha vuelto a preocuparse. Está pensando regresar. “¿Qué voy a hacer yo aquí en diciembre chupando (pasándolo mal)?”, pregunta.
Un joven colombiano que sí tiene trabajo más continuo llega a la cocina y choca puños con él. “Todo llega. Es el voz a voz”, le dice, tratando de levantarle el ánimo.
Se llama Diego Rodríguez, tiene 27 años y trabaja en una obra. Lleva en Hostel Nápoles tres meses y ha visto pasar por aquí a muchos que deciden volver a sus países. Tras unos primeros días emocionantes, llega el bajón anímico. “Ven cómo la plata disminuye y se asustan”, explica.
“Todo es un paso a paso”, dice Rodríguez, que vendió su moto para pagar el pasaje a España. “Quiero ahorrar para mandar dinero a mis papás que no están bien económicamente. Que tengan un buen retiro”.
—¿Pero no prefieres ahorrar para salir de aquí?
—¡Sí, claro! La idea es prosperar.
Cuando salen de Hostel Nápoles en busca de suerte, todos caminan un par de calles hacia la parada del Metro. ¿Su nombre? Esperanza.